domingo, octubre 01, 2006


  • La persistencia post-dictatorial
    del poder desaparecedor.


    Reseña de
    “Poder y Desaparición.
    Los campos de concentración
    en la Argentina”
    de Pilar Calveiro.

    ¿Qué hace un intelectual cuando no soporta el tormento de su memoria? Escribe. Analiza. Relaciona. Se contradice. Reescribe. Devuelve su trauma en texto, para releerse a si mismo y así darle sentido a su vida. Esto es lo que hace Pilar Calveiro en este trabajo. Ella misma, sobreviviente de Mansión Seré, continúa resistiendo a través de esta obra.
    La hipótesis principal del trabajo es que el campo de concentración es la institución central de un entramado social de poder represivo que se propone desaparecer lo disfuncional. Para ello se aplica un aparato burocrático torturador y asesino, que intenta exterminar a los activistas sociales y aterrotirzar a la sociedad.
    El análisis está enfocado en el campo de concentración en si, pero como este es el centro de un esquema de poder que se aplica a toda la sociedad, permite interpretar el funcionamiento del conjunto social. Hay una continuidad del adentro y el afuera del campo. Aunque el foco de estudio está puesto en el interior de éste.
    ¿Cómo funcionaba un campo de concentración? Expliquémoslo sencillamente. Las fuerzas armadas y de seguridad, como institución, entienden estar en una guerra contra “la subversión”. Toman el poder del estado y reconfiguran un conjunto de elementos preexistentes, montando un nuevo diagrama de poder, que Calveiro llama “Poder Concentratorio” o desaparecedor. En este diagrama existía una división interna del trabajo que fragmenta y burocratiza el quehacer represivo. La operación comienza con la actuación de “la patota” que en base a un dato previo, tiene individualizada una víctima. Llega a su domicilio y la “chupa” (la secuestra). De paso, se apropia de los objetos de valor que encuentra, que hace las veces de botín de guerra. Ya convertido en un “paquete”, la víctima ingresa al campo de concentración. Independientemente de su papel político y social anterior, a partir de ese momento pierde su condición humana y se lo considera un “subversivo”. Es recibido por un “grupo de inteligencia” conformado por oficiales, que mediante sesiones de tortura de tiempo indefinido quiebran al sujeto, lo animalizan, y lo “hacen hablar”. Ya extraída la información buscada, el cuerpo aún vivo de esa persona, es depositado en celdas o cuchas, en algún lugar del campo, junto a otros prisioneros, maniatado y tabicado. Los guardias se encargan de vigilarlo. Durante un tiempo indeterminado que se puede contar en días o en meses. Hasta que le llega “el traslado”. Entonces la víctima es adormecida, transformándose en un “bulto” que transportan los “desaparecedores” hasta algún lugar imprecisable, donde se le da muerte de diversos modos, tratando que el cuerpo no vuelva a aparecer. Todo ello bajo las directivas de un comando de alta jerarquía que da las órdenes y autorizaciones para proceder.
    La máquina desaparecedora funciona fragmentada. Cada grupo hace una parte de la tarea. De modo que nadie se siente responsable del resultado final, esto es, de la muerte del desaparecido. Pero en todos los casos existe una cadena de mando que funciona en base al miedo y la autorización, generando una disciplina que lleva a la muerte de las víctimas y al terror de toda la sociedad.
    Entre las notas características del campo de concentración, Pilar Calveiro destaca:
  • El secreto a voces del terror. Toda la sociedad sabía que este aparato operaba. Pero elegía no ver.
  • Como el objetivo era desaparecer lo disfuncional, la mayoría de las víctimas eran militantes, solo algunos de ellos, miembros de organizaciones guerrilleras. Pero también existieron víctimas casuales, que también contribuían a difundir el terror, dado que mostraban la arbitrariedad del poder.
  • La organización espacial interna del campo coincide con el modelo panóptico, en compartimentos, cuchas y celdas. El mismo campo es un compartimiento de la sociedad.
  • Las víctimas están numeradas. Pierden la subjetividad. Se forman legajos de cada uno. Se registran los movimientos, los traslados, los cambios de guardia. Se cuantifican las operaciones y se comparan los resultados.
  • Las víctimas permanecen encapuchadas, tabicadas e inmobilizadas. El transcurso del tiempo solo se interrumpe para comer, ir al baño, volver a la sesión de tortura o ser trasladado (desaparecido). Toda la estadía en el centro es un anticipo de la muerte.
  • Toda víctima es recibida con una sesión inicial de tortura que puede durar días o semanas.
  • Los represores se conciben como semi-dioses. Son dadores de vida y de muerte. No permiten el suicidio de las víctimas. Suministran atención médica para mantenerlos con vida. Adormecen a los que van a ser ultimados para que no puedan oponerse a la decisión de darles muerte.
  • Se persigue quebrar al hombre, quitar la humanidad, animalizar a la víctima, cosificarla. No basta con darle muerte. Previamente se constituye otra subjetividad de la víctima. En algunos casos se pretende incluso reeducarla.
  • Rige el pensamiento binario. Hay buenos y malos. Hay salvadores de la patria y subversivos. O hay compañeros y represores. El otro, el subversivo, es el enemigo que como tal, solo cabe someterlo y eliminarlo.
  • Los represores son personas normales, arraigadas en la cotidianeidad de lo social, que insertos en la máquina del terror, son burócratas torturadores con día y hora prefijados, bajo órdenes superiores, sistemáticamente deshumanizados. Conviven dos órdenes de la realidad. La represión es institucional pero ilegal. Se chupa al sujeto, pero se garantiza la vida de sus mascotas. Se lo tortura pero no se le pide que revele a quién votó. Los guardias juegan naipes con los presos, y un momento después los maltratan. El gobierno militar esconde los efectos corporales del exterminio. Es un funcionamiento esquizofrénico de las relaciones sociales.
    ¿Así de absoluto es el poder? De ninguna manera. Está plagado de resistencia. Si el poder es una relación, hay dominación de un lado y resistencia del otro. Y en el campo de concentración también hay resistencia: la memoria, el suicidio, la fuga, la solidaridad, la risa, la simulación, la colaboración resistente, son todos los puntos ciegos del poder. En el campo de concentración no hay héroes ni traidores. En el mejor de los casos, hay pequeñas resistencias cotidianas. Porque le poder no puede abarcar todo. Aquí Calveiro cita a Deleuze: el esquema del poder se define por sus puntos de fuga, por lo que se le escapa.
    Pese a que no es el eje del trabajo, la autora se pregunta ¿Qué relación tiene el poder desaparecedor con la sociedad? Porque la red de relaciones de poder abarca toda la sociedad. No solo el campo de concentración. El campo es la institución específica para “desaparecer lo disfuncional”. Así como lo disfuncional es parte de la sociedad, el campo de concentración también lo es. El terror se expande a todos. El poder se muestra arbitrario. Hay también víctimas casuales. Entonces se elige no ver. La sociedad naturaliza el terror y la desaparición. La esquizofrenia social cumple esta función. El campo de concentración expresa la trama social, pero sus efectos se graban en el cuerpo. No existen uno ni dos demonios. Todo forma parte de la misma trama social. La sociedad generó los campos de concentración. Los represores no son una malformación monstruosa, no son otro. Son la sociedad misma. Toda la sociedad es víctima y victimaria. Pero la sociedad no es una, sino una gama de relaciones, en la que no todos tienen el mismo papel, la misma resistencia y la misma responsabilidad.
    Si la memoria es una vía de resistencia contra el poder desaparecedor, la trivialización de la memoria es parte del juego esquizofrénico que tiende a naturalizarlo, a convivir con él. El valor del juicio a las juntas, pese a su limitado alcance, es mostrar a la sociedad la verdad de lo ocurrido. Es hacer aparecer lo negado. Pero la derrota del gobierno militar y el descrédito público de los represores, no es la extinción del poder desaparecedor. Sus efectos perduran. El poder muta. Y subsisten con Menem (el texto fue escrito en 1995).
    Además de una lectura histórico-social, el texto tiene una faceta estética. No solo por la sensorialidad tanática de su prosa, sino por la autoreferencialidad del sentido de la obra. Si los campos clandestinos de concentración son la cara impresentable del aparato terrorista, uno de los puntos de fuga es la memoria. Dar testimonio de lo que pasó es dar lucha al represor. Y como ex desaparecida, eso es lo que hace Pilar Calveiro: resistir la desaparición desde la investigación, la interpretación y la escritura socio-política del campo. Ella es una sobreviviente que da testimonio desde la ciencia social. Esta característica hace que el libro no admita indiferencia y resulte atrapante para el lector.
    El poder desde otra lectura. El involucramiento de la autora con el contenido del relato, lleva al lector a un particular contrato de lectura con ella: al leerlo se torna compañero. El lector queda ubicado en ese lugar. El poder desaparecedor es tan espeluznante, que el enunciatario queda implicado en la resistencia a ese poder. La lógica binaria Víctima/ Represor se cuela en la enunciación, interpela al lector y lo obliga a optar entre el bueno que resiste y el malo que reprime. Esta dicotomía, que la autora rechaza en el plano teórico, parece ser un efecto de escritura no querido ni buscado. Puede considerarselo como una consecuencia discursiva de la noción negativa de poder que adopta el trabajo. Del poder como represión.
    Propongo en cambio, situarse desde otro lugar, traspasando el contrato de lectura tendido por el enunciador. Y pensar el poder foucautianamente, como creador, como algo más deleznable aún que lo que propone Calveiro. Intentar pensarlo desde el lugar que a la generación siguiente, le tocó vivir durante el proceso.
    Las creaturas del proceso. Si existió una generación del 70, víctima preferente del terrorismo de estado, también existió una generación posterior (¿del 80?) cuya relación con el poder desaparecedor es diferente a la que tuvo la generación anterior. A partir de 1976 no solo el aparato represivo, sino también los aparatos ideológicos del estado quedan bajo la dirección del gobierno militar. Aquí ya no hablamos solo del estado, sino de la propia sociedad civil, que al unísono con el poder militar libran (como ellos denominaban) la “batalla ideológica” que constituye subjetividades y produce efectos que -como anuncia la autora- hoy perduran. Desde la revista “Gente” hasta los discursos académicos, pasando por los manuales de instrucción cívica, todos ellos desgranan conceptos políticos y sociales que forman personas nuevas. Los que teníamos 12 años en 1976, fuimos educados en la retórica de la libertad “responsable”, que postula la superioridad de la “verdadera” democracia que era atacada por la “subversión”, que por definición era tramposa y enferma. Las virtudes tranquilizadoras del orden, la belleza aletargante de la disciplina, la rigidez afeitosa de la corporalidad militar. Sentidos ideológicos constitutivos de lo que se dio en llamar la “cría del proceso”.
    ¿Cómo se entiende este trabajo, de Pilar Calveiro, desde la “cría del proceso”? Sería hipócrita consentir sin más el esquema de enunciación que trasunta. Porque los lectores post-setentistas no somos las víctimas del poder desaparecedor, sino su efecto. La víctima tenía una subjetividad previa que fue reprimida por los militares. Los post-setentistas tenemos una subjetividad que es efecto y creación de ese poder. No se reprimió nuestro ser. Ese poder es nuestro ser. No podemos mimetizarnos ahistóricamente con el discurso setentista. Sería acrítico. Suma anestesia. Acrecienta el aletargamiento del terror.
    Fueron múltiples los efectos creativos del poder del proceso. Muchos fueron mediáticos y visibles: el mundial 79, la euforia juvenil del 79, el 2 de Abril del 82. Tuvo concreciones que marcaron hitos en nuestra sociedad: la deuda externa, las autopistas porteñas, los estados de fútbol. Favoreció ciertas modas y estilos de consumo: la moda de los chetos por sobre los pardos, el “deme dos” y la “plata dulce” de la clase media atiborrándose de compras en el exterior. Una creatividad autoritaria, discriminatoria, e hipócrita. Un efecto positivo de los mecanismos del poder que ha fortalecido un entramado social desigual, individualista y apaciguante.
    El gobierno militar cayó en 1983. Pero el poder desaparecedor, como afirma la autora, mutó. Y sus efectos se reproducen cotidianamente en nosotros.

    Reseñado por Raúl N. Alvarez.
    Julio de 2007.